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CUENTOS TONTOS PARA NIÑOS LISTOS

CUENTO TONTO (NO TAN TONTO) DE LA GALLINA PAPAMOSCAS Y EL GALLO MARIMANDÓN

Ángela Figuera Aymerich

Dedicado a esos niños
que no quieren comer.


Prólogo

Donde se dice quién era Papamoscas y por qué la llamaban así

¡Cuidado que era bonita
la gallina Papamoscas!
Blanca como luz de luna,
con las plumas esponjosas,
suaves, finas y ligeras
como la espuma en las rocas.
Su cresta era pequeñita,
ladeada y picarona;
era un sombrerito rojo,
un clavel, una amapola
sobre sus ojos brillantes
mirando todas las cosas.
Pero... estaba tan flacucha,
patilarga y carnipoca
que, no estando el sol muy bajo,
ni siquiera daba sombra.

Y es que (todo hay que decirlo)
con ser la chica tan mona,
tan simpática y tan buena,
tenía una falta... y gorda:
era tan terriblemente
distraída, tan curiosa;
se embobaba de tal modo
con todo y a todas horas
que, en el corral, le pusieron
de mote la «Papamoscas».

Una piedra, un pajarillo,
un rayo de sol, la hoja
seca que bailaba al viento,
la dejaban con la boca
-mejor dicho con el pico-
de par en par, como tonta,
sin moverse ni pensar
ni hacer nada. Pero, ahora,
os diré que las gallinas
no pueden estar ociosas
pensando en las musarañas.
Tienen que hacer muchas cosas
todas serias e importantes
puesto que a ellas les toca
poner huevos y más huevos
que, muy pronto, se transforman,
unos, en ricas tortillas
-o francesas o españolas-
otros, en rubias natillas
y mil comidas sabrosas,
y, otros, en polluelos chicos,
redonditos como bolas
de pelusita amarilla
que, cuando crecen y engordan,
se hacen gallos arrogantes,
o gallinas grandullonas
que, a su vez, pondrán más huevos.
Así se forma la ronda
para que nunca se acaben
en el mundo ni las cosas
buenas, ni los animales
ni tampoco las personas.

Pero, sin alimentarse,
niños míos, no hay tu tía:
nada crece, nada vive,
y el mundo se acabaría.
Yo no sé si la tontaina
de Papamoscas sabría
esta verdad pero sé
lo que de costumbre hacía.

La dueña del gallinero
iba tres veces al día
al corral y las llamaba
- Pitas, pitas, pitas... pitas
¡A comer...! Y a buen puñado,
les echaba cosas ricas:
granos de maíz o trigo;
peladuras, bien cocidas,
de frutas o de patatas.
¡Hay que ver cómo corrían
para no perderse nada!
¡Se armaba una algarabía
de alas y cacareos,
de picotazos y riñas!
Todas querían comer.
Y Papamoscas, ¿qué hacía?
También salía corriendo
en cuanto llamaban, iba
al lugar de la pitanza,
eso, sí... pero… veía
por el camino, un cristal
que brillaba, alguna hebilla
de metal, un moscardón
y ¡ya está! Tan distraída
se quedaba, contemplando
esa extraña maravilla,
que, cuando se daba cuenta,
ya, por pronto que acudía,
de tantos buenos bocados
no quedaba ni una pizca
de nada, ni un solo grano
de trigo; que, a toda prisa,
sin entretenerse en nada,
pica y pica que te pica;
la gente del gallinero
terminaba la comida
y, a la sombra de la tapia,
se echaba una siestecita.
Y, claro, la Papamoscas
toda cariacontecida,
sintiendo que el hambre negra
por dentro le hace cosquillas
suspira, abre bien los ojos,
y empieza muy decidida
a rebuscar por el suelo
donde una gallina lista
consigue siempre encontrar
algo perdido que sirva
para llevárselo al buche:
simientes, pellejos, migas
de cualquier cosa, bichejos
comestibles, hierbecillas…
- ¡Huy! ¿Qué es eso? ¡Ya cayó!
Una oruga rechonchita
y tierna... Menos es nada.
Dice - ¡Qué suerte! ¡Ya es mía!
¡Con qué gozo Papamoscas
la mantiene bien prendida
con la puntita del pico…
La va a comer… pero, ¡atiza!
¿Qué veo...? una mariposa.
¡Qué grande es... y qué bonita!
¿Adónde irá? La muy tonta
la persigue con la vista,
distraída como siempre
y, al momento, otra gallina
de las que no pierden ripio,
pasa al vuelo y se la quita.

Si percances como este
le ocurrían día a día
¿comprendéis ya por qué estaba
tan esmirriada y canija
y por qué le habían puesto
Papamoscas sus vecinas,
las gallinas relucientes
y gordas que se comían
todo lo que les echaban
-pica y pica que te pica-
sin entretenerse en nada
ni pensar en tonterías?


Capítulo primero

De lo que le ocurrió a Papamoscas con el nidal vacío, el gallo Marimandón, y el huevo que se perdió

Allá por la primavera
cuando todo se remoza
y hay pájaros en los nidos,
en los campos amapolas,
en las ramas hojas verdes
y en el aire mariposas,
no es extraño que anduviera
nuestra amiga Papamoscas
como si estuviera en Babia,
cada vez más tontiloca,
cada vez más aturdida,
más pasmada y más dichosa
con los mil y mil portentos
que veía a todas horas,
sin enterarse de nada,
sin hacer la menor cosa
de provecho, entretenida
con el vuelo de una mosca.

Quien reinaba en el cotarro
-es decir, el gallinero-
era un gallo valentón,
guapetón, con mucho genio,
cola de cien mil colores,
dos espolones de acero,
un pico bien afilado
-que empleaba con acierto
si llegaba la ocasión-,
dos ojos grandes y negros
y una cresta formidable
que imponía gran respeto.

Su nombre, Marimandón,
muy sonoro y muy bien puesto
pues él era quien mandaba
y a obedecer, que es lo bueno.
Ahora andaba atareado
con los ojos bien atentos
inspeccionándolo todo
pues la primavera es tiempo
en que las gallinas serias
han de trabajar con celo
para llenar los nidales
con buen número de huevos,
empollarlos y, después,
criar hermosos polluelos
para que se vea siempre
bien poblado el gallinero.
Así andaba vigilando
cuando, de pronto: - ¿Qué es esto?
se dijo Marimandón
al ver un nidal desierto.
- ¿Y quién será la holgazana
que no me ha puesto ni un huevo?
¡Y precisamente en días
de repoblación! Me apuesto
a que es esa despistada
de Papamoscas... Veremos
dónde anda y qué me dice.

Indignado y en un vuelo,
fue en busca de la culpable...
¡Ay, el susto tan tremendo
que se llevó Papamoscas!
Estaba viendo un ejército
de hormigas que acarreaban
víveres al hormiguero,
cuando el gran Marimandón
-que venía echando fuego
por los ojos y tenía
todas las plumas del cuello
de punta- fue y le gritó:
- ¡Aquí estás perdiendo el tiempo,
so gandula, con bobadas
y tu nidal sin un huevo!
¿Es que no te has enterado
de los días que corremos?
¿Es que no te da vergüenza
ver a todo el gallinero
trabajando por sacar
polluelos y más polluelos?
Y tú, ¿qué...? Papando moscas.
¡Qué buen nombre te pusieron!
Pero, ¡me corto la cresta,
si en cintura no te meto!
¿Conque, viendo trabajar
a las hormigas? Si al menos
tomaras ejemplo de ellas...
¡Hala, hala...! A poner huevos,
y a empollarlos y a criar
a tus hijos... Porque, eso,
toda gallina decente
lo ha de hacer... Mira, te ofrezco
de plazo un par de semanas.
No dirás que no soy bueno,
me conformaré con solo
media docena. Si, luego,
no me presentas seis pollos
como seis soles, te dejo,
a fuerza de picotazos,
sin una pluma en el cuerpo.
Y, ¡sí que vas a estar guapa
enseñando el esqueleto!
Porque, de carne, no tienes
ni un gramo para un remedio.
Conque, a comer y a poner
y a incubar o te retuerzo
el cuello por perezosa.
¡Pues, señor! ¡Estamos frescos
con la Papamoscas esta!

Y, bufando y maldiciendo,
se alejó Marimandón
a continuar su paseo.
Papamoscas, al principio,
se quedó como de hielo
de puro asustada... Al fin,
con un triste lloriqueo,
se fue para su nidal:
Al verlo vacío y seco
le dio una vergüenza horrible
y, allá para sus adentros,
se juró que, en adelante,
sin distraerse un momento,
comería a todo pasto
y pondría los seis huevos
para incubarlos después
con el calor de su cuerpo,
hasta que, en el propio día,
nacieran los seis polluelos.
Les enseñaría a ser
despabilados y atentos,
a comer con apetito
y a crecer como los buenos.
El gallo Marimandón
quedaría satisfecho.

A fuerza de afanes
y duros empeños,
aunque pequeñitos,
salían los huevos.
Uno, dos, tres, cuatro...
¡Ya faltaba menos!
Cinco... Solo uno,
uno más... y, luego,
a empollar se ha dicho
y a criar con celo.

Pero Papamoscas,
con tantos esfuerzos,
aunque ahora ponía
un tesón tremendo
en comer, estaba
tan débil de cuerpo
tan falta de sangre,
que ya no había medio
de que produjera
el último huevo.
Y el plazo vencía...
¡Cómo corre el tiempo…!
La pobre lloraba
de rabia y de miedo
cuando, al fin, un día...
—¡Lo siento! ¡Lo siento!
¡Ahora sí que sí,
que voy a ponerlo!
No puede tardar
en salir... ¡No puedo!
¡Ay! ¿Qué voy a hacer?
Me daré un paseo
a ver si, a la vuelta,
mejor suerte tengo.
¡Qué sol tan hermoso…!
¡Qué cielo tan bello!
¡Qué bien huele el aire!
De pronto, un siseo:
- Ssssss… ssssss… ¡Papamoscas!
- ¿Quién llama...? ¿Qué veo?
Si es don Ratoncito...
¡Ay...! Cuánto me alegro
de verle. - Lo mismo
digo. ¡Cuánto tiempo
sin charlar un rato!
- Es verdad. - La encuentro
muy desmejorada...
Demos un paseo
por esos trigales
y nos contaremos
nuestras aventuras...
- Vamos, sí... Salieron.
(Doña Papamoscas,
saltando de un vuelo
la tapia y, el otro,
por un agujero).
Iban por los trigos
cual niños traviesos:
charlaban, reían,
corrían ligeros…
entre las espigas...
¡Qué feliz encuentro!
Y, de pronto, un grito:
- ¡El huevo! ¡Mi huevo!
Sale... Se me escapa...
¡Tengo que ponerlo!
(dijo Papamoscas).
Allí estaba el sexto
huevo de la historia...
Pero ¡Santo Cielo!
Fue visto y no visto:
apenas tuvieron
tiempo de mirarlo
posarse en el suelo
porque, allí, la tierra
formaba un repecho
y, así, por la cuesta,
¡allá se fue el huevo,
rueda que te rueda...!
¡Ay, qué desespero!
Por más que buscaron
nunca más lo vieron.

¡Pobre Papamoscas!
¡Con qué desconsuelo
lloraba y lloraba
de arrepentimiento!
- ¡Por boba y por mala
me quedé sin huevo!
¡Ay, Marimandón...!
¡Ay qué miedo tengo!
Adiós, Ratoncito:
al corral me vuelvo.
¿Qué va a ser de mí?
Ni pensarlo quiero.


Capítulo segundo

De cómo Papamoscas, después de tantas peripecias, llegó a ser madre avispada y valiente y crió a sus cinco hijos que daba gusto verlos

Llegó Papamoscas
junto a su nidal
y desesperada,
se puso a pensar:
- ¿Qué haré...? ¿Qué no haré?
Y, ¿qué pasará
si Marimandón
se llega a enterar
de que por mi culpa
no podré criar
más que cinco pollos?
No. Ya no me da
tiempo de poner
otro huevo más.
Y Marimandón
se enfurecerá.
¡Ay! ¿Qué hará conmigo?
¿Me retorcerá
el cuello o con saña
me desplumará?
¿Qué será de mí?
¿De mí que será?

Llora que te llora
que te llorarás;
piensa que te piensa,
que te pensarás,
estuvo la pobre
dos horas o más...

Pero así, de pronto,
vio con claridad
que es lo más prudente
decir la verdad
porque, si una cosa
te ha salido mal,
nunca una mentira
la remediará.
Valor y ¡adelante!
En vez de ocultar
la cabeza bajo
el ala, a buscar
a Marimandón
para confesar
todo lo ocurrido
desde pe a pa.
Y luego... que pase
lo que ha de pasar.
Porque Papamoscas,
despistada y tal,
era buena chica
y lista, además.
Se secó los ojos
y, tras de peinar
sus plumas un tanto,
se puso a buscar
por el gallinero
al gran mandamás.

Lo encontró en seguida
durmiendo a la sombra
de una carretilla,
y, aunque temerosa,
temblando por dentro
igual que una hoja,
le llamó: - Don Gallo,
he sido una loca,
tonta y descuidada.
Vengo a que me ponga
el justo castigo...
- Pero Papamoscas,
¿otra vez con líos?
¿Qué ha pasado ahora?
- ¡Qué he perdido un huevo!
- ¿Perdido? ¡Qué cosa
más extraordinaria!
Cuéntame la historia.

Papamoscas, sudando
pero resuelta y valiente,
sin callar ningún detalle
le contó su mala suerte,
que, más que suerte, era culpa
pues ¡mira que distraerse
en cosa tan importante...!
Mirándola fijamente
con sus ojazos redondos,
tan negros y relucientes
como cuentas de azabache,
Marimandón, lentamente,
meneaba la cabeza,
entre burlón e impaciente
no sabiendo qué pensar...
Al fin, dijo seriamente:
- Papamoscas, Papamoscas,
yo no sé si retorcerte
el pescuezo... o si reírme
a mandíbula batiente.
Nunca he visto cosa igual.
¡Una gallina que pierde
el huevo cuando lo pone!
Pero, lo más sorprendente
es que tú, por muy tontita
que seas, eres valiente
y honrada pues me has contado
todo tan sinceramente
sin disfrazar la verdad.
Yo creo que te arrepientes.
Te voy a dar la ocasión
de probarme que no eres,
a pesar de tus defectos,
tan boba como pareces.
Anda: empolla con cuidado
tus cinco huevos. ¿Prometes
no dejar que se te vaya
el santo al cielo? ¿Prometes
ser formal y buena madre?
Pues, ¡andando y mucha suerte!

Consolada y contenta
como unas pascuas,
se marchó Papamoscas.
Bajo sus alas,
tuvo los cinco huevos
las tres semanas
que a los cinco polluelos
hacían falta
para formarse y, luego
romper la cáscara
y salir a la vida
con muchas ganas
de crecer y ver mundo...
Pero, ¡ay, qué lástima!
¡Qué sofoco tan grande!
La pobre estaba,
de comer mal, tan débil,
tan esmirriada,
que, entre los cinco pollos
juntos, pesaban
menos que cada uno
de los que andaban
correteando alegres
entre las tapias
del corral bajo el mando
y la vigilancia
de las gallinas listas
que no dejaban
de llevarse a los picos
cuanto encontraban...
- ¡Ay, mis hijos, pobretes,
no valen nada!
(Papamoscas gemía
avergonzada).
Si hiciera algo de viento,
se los llevaba...
Son raquíticos, feos...
¡Hijos de mi alma!
Y yo soy, por mi culpa,
Y ¡tan desgraciada!
¿Por qué no comería
cuando nos daban
cosas tan ricas? Siempre,
siempre alelada
mientras mis compañeras
se atiborraban.
Porque, de puro tonta,
no me importaba
ni quedarme en ayunas,
ni estar tan flaca,
ni que todos a coro
se me burlaran.
Y, ahora, son mis hijos
los que lo pagan...
¡Pues no! ¡No lo consiento!
Yo haré que se hagan
grandes, guapos, robustos,
con fuertes patas
para correr ligeros
tras la pitanza;
con ojos atrevidos
para buscarla;
con picos afilados
para tomarla...
Mis hijos, esta birria,
son una facha
que, si no se me mueren,
poco les falta.
¡No, no y no...! Ya verán
lo que esta tonta
de gallina consigue
si quiere... ¡Basta
de tonterías! Vamos,
que allí nos llaman;
¡a comer tocan, hijos!
¡A ver qué pasa!

Y, desde aquel momento,
nadie diría
que nuestra Papamoscas
era la misma
gallinita sin seso
que se perdía
vagando por las nubes
día tras día.
Con valor, con fiereza,
con picardía,
en lucha con las otras
madres gallinas
si es que el caso llegaba,
se desvivía
por dar a sus polluelos
buena comida.
Porque, ahora, era madre:
y, aunque salía
malparada unas veces
y otras corrida
por gallinas más fuertes,
nunca cedía
si querían quitarle
solo una miga
de cualquier cosa: un rabo
de lagartija,
o un granito de trigo...
y, hasta comía
ella misma con ansia
cuanto podía
para, cuando se armaba
la rebatiña,
tener toda la fuerza
que era precisa
para triunfar de tantas
gordas gallinas
dispuestas a ponerle
la zancadilla.
Y os digo que, al fin, tuvo
lo que quería:
unos hijos redondos
como bolitas
de peluche amarillo;
llenos de vida,
alegres y graciosos
como una ardilla.

En fin, que, al cabo del tiempo,
tan hueca y tan orgullosa
estaba con sus polluelos
la buena de Papamoscas,
que decidió presentárselos
a Marimandón. - Ahora
vengo a enseñarle mis hijos
-dijo toda ruborosa-
para que vea usted cómo
la gallina tontorrona,
vergüenza del gallinero,
tan despistada y tan loca,
gracias a usted y sus regaños,
es lo mismo que las otras.
Venimos a saludarle
ya hemos comido y, ahora,
nos vamos con su permiso,
a mirar las mariposas.
Al pronto, Marimandón
se quedó así, con la boca,
-mejor dicho, con el pico-,
de par en par... Luego, en broma,
le dio a la feliz gallina
un picotazo en la cola
que no le hizo el menor daño
y, luego dijo: —¡Hola, hola...!
No sabes cuánto me alegra
ver a mi gallina boba
tan sabia, tan decidida,
tan gordita y tan dichosa.
Tus polluelos son preciosos.
Y tú bien guapa... Las cosas,
ya lo ves, se han arreglado
cuando lo has querido... Ahora
es preciso celebrarlo.
¿Le parece bien, señora,
si nos vamos todos juntos
a mirar las mariposas...?

© Ángela Figuera Aymerich
© El huevo de chocolate

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