Juan Valera
El día de difuntos salió muy de mañana a misa una linda beata, que la noche anterior, según es costumbre en la noche de Todos los Santos, se había regalado, comiendo puches con miel y muchas castañas cocidas.
Como era muy temprano y apenas clareaba el día, la calle por donde iba la beata estaba muy sola. Así es que ella, sin reprimirse, con el más libre desahogo y hasta con cierta delectación, lanzaba «suspiros» traidores y retumbantes, y cada vez que lanzaba uno, decía sonriendo:
- ¡Toma castañas!
Proseguía caminando, soltaba otros suspiros y exclamaba siempre:
- ¡Las castañas! ¡Las castañas!
Un caballero, muy prendado de la beata, solía seguirla, hacerse el encontradizo, oír misa donde y cuando ella la oía, y hasta darle agua bendita al entrar en la iglesia, para tener el gusto de tocar sus dedos.
Iba aquel día el caballero tan silencioso y con pasos tan tácitos detrás de la beata, que ella no le vio ni sospechó que viniese detrás, hasta que volvió la cara, poco antes de entrar en el templo.
- ¿Hace mucho tiempo que viene usted detrás de mí? -dijo muy sonrojada la linda beata.
Y contestó el caballero:
- Señora, desde la primera castaña.